El joven Arthur acecha. Estoy arriba, en el dormitorio, vendando mi herida. Él entra. Se apoya contra uno de los barrotes. Tiene mejillas sonrosadas, aire despectivo, manos grandes. Me parece endiabladamente sexy. Cómo pasó esto, pregunta él sin afectar importancia. Enseño el sanguinolento caos de mi ojo. Cae sobre sus rodillas. Llora y se aferra a mis piernas. Agarro su pelo. Casi quema mis dedos. Espeso fuego de zorro. Suave pelo amarillo, pero con ese inconfundible matiz rojo. Oh Jesús, le deseo. Puerco hijo de puta. Me lame la mano. Yo sobria. Vete rápidamente, tu madre espera. Él se levanta. Está yéndose. Pero no sin la mirada de esos fríos ojos azules que desintegran. Quien vacila es mío. Estamos sobre la cama. Tengo un cuchillo junto a su cuello. Le dejo caer. Nos abrazamos. Devoro su pelo. Piojos como el dedo gordo de un bebé. Piojos, caviar de los cráneos. Oh Arthur Arthur. Estamos en Abisinia, en Adén. Haciendo el amor. Fumando cigarrillos. Nos besamos. Pero es mucho más. Azul brillante. Piscina azul. Diestro lago de aceite. Las sensaciones se concentran, se animan. Dorado cristalino. Bolas de cristal coloreado estallando. Costura de tienda berebere desgarrándose. Aberturas, abierta como una caverna, más abierta. Rendición total.


Patti Smith, sueño de Rimbaud.