Ya no diría de nadie, absolutamente de nadie, que era esto o lo de más allá. Se sentía muy joven y, al mismo tiempo, increíblemente vieja. Lo atravesaba todo como un cuchillo y, al mismo tiempo, permanecía fuera, mirando. Tenía continuamente la impresión, mientras contemplaba los taxis, de estar fuera, lejos, muy lejos en el mar, y sola; siempre le había parecido muy peligroso, terriblemente peligroso, vivir, aunque fuera sólo un día. Y no es que se creyera inteligente ni nada fuera de lo común. Nunca lograría explicarse cómo había logrado navegar por la vida con las briznas de conocimiento impartidas por Fräulein Daniels. No sabía nada; ni idiomas ni historia; ya casi nunca leía libros, excepto memorias en la cama, antes de dormirse; y sin embargo le resultaba absolutamente fascinante; todo aquello; los taxis que pasaban; y no diría de Peter, ni tampoco de sí misma, soy esto, soy aquello.
Su único don, pensó, mientras reanudaba la marcha, era conocer a la gente casi por instinto. Si se la colocaba en una habitación con alguien, se le arqueaba el lomo o empezaba a ronronear como un gato. Devonshire House, Bath House, la casa con la cacatúa de porcelana: en una ocasión las había visto todas iluminadas al mismo tiempo; y se acordó de Sylvia, de Fred, de Sally Seton, miles de personas; y de bailar toda la noche; y de los carros pasando lentamente junto al mercado; y de regresar a casa en coche por el parque. Se acordó de haber arrojado en una ocasión un chelín en el Serpentine. Pero recordar..., todo el mundo recordaba; lo que le llenaba el corazón era lo que estaba allí delante, en aquel momento; la señora gorda del taxi. ¿Tenía importancia en ese caso, se preguntó, caminando hacia Bond Street, tenía importancia que ella inevitablemente cesara de existir? Porque todo aquello seguiría sin ella; ¿lo tomaba a mal, o más bien le resultaba consolador creer que con la muerte se acababa todo?


La señora Dalloway, Virginia Woolf.