Un periodista filántropo me dice que la soledad perjudica al hombre, y, en apoyo de su tesis, cita, como todos los incrédulos, palabras de los Padres de la Iglesia.
Ya sé que el demonio prefiere los lugares áridos, y que los instintos perversos y lúbricos se inflaman maravillosamente en la soledad. Pero sería posible que esta soledad no fuese peligrosa para el espíritu ocioso y divagador que la puebla de quimeras y pasiones.
Cierto que un parlanchín, cuyo supremo placer consiste en hablar encaramado en una cátedra o en una tribuna, correría el peligro de volverse loco de atar en la isla de Robinsón. No exijo al periodista citado las valerosas virtudes de Crusoe, mas sí le pido que no acuse de esa manera a los enamorados de la soledad y el misterio.
Existen, en nuestra raza parlanchina, individuos que aceptarían de no muy mal talante el suplicio supremo si se les permitiera enjaretar una copiosa arenga desde lo alto del patíbulo, sin temor a que los tambores de Senterre le cortasen intempestivamente la palabra.
No les compadezco, porque se me figura que sus efusiones oratorias les deben producir voluptuosidades iguales a las que otros gozan en el silencio y el recogimiento. Mas les desprecio.
Deseo, sobre todo, que mi maldito periodista me deje divertirme a mi manera.
¿No experimenta nunca -me dijo con una muy apostólica gangosería -la necesidad de compartir sus satisfacciones?
"¡Gran desgracia no poder estar sólo!...", dice no sé donde La Bruyère para avergonzar a cuantos corren a hundirse en la muchedumbre, como temiendo, sin duda, no poder a ellos mismos soportarse.
"Casi todas nuestras desgracias proceden de no haber sabido permanecer en nuestro cuarto", dice otro sabio, Pascal, según creo, empujando de este modo a la celda del recogimiento a todos esos alocados que buscan la dicha en la agitación y en una prostitución que podría llamarse fralemitaria, si quisiera valerme de la hermosa terminología de mi siglo.
Pequeños poemas en prosa, Charles Baudelaire.