Regresé a Nueva Jersey y recogí mis libros y mi ropa. Durante mi ausencia, Robert colgó sus dibujos y cubrió las paredes con telas indias. Adornó la repisa de la chimenea con objetos religiosos, velas y recuerdos del día de Todos los Santos, distribuyéndolos como si fueran objetos sagrados en un altar. Por último, preparó una zona de estudio para mí con una mesita de trabajo y la raída alfombra mágica.
Mezclamos nuestras cosas. Mis pocos discos se guardaban en la caja naranja con los suyos. Mi abrigo estaba colgado junto a su chaleco de piel de carnero.
Mi hermano nos regaló una aguja nueva para el tocadiscos y mi madre nos hizo sándwiches de albóndigas que envolvió en papel de aluminio. Nos los comimos encantados mientras escuchábamos a Tim Hardin, cuyas canciones se convirtieron en nuestras, en la expresión de nuestro joven amor. Mi madre también mandó un paquete con sábanas y fundas de almohada. Eran suaves y bien conocidas por mí, poseían el lustre debido a años de desgaste. Evocaban en mí el recuerdo de mi madre en el patio, mirando la ropa recién tendida con satisfacción mientras ondeaba al viento bajo el sol.
Los objetos que apreciaba estaban mezclados con la ropa sucia. Mi zona de trabajo era un caos de páginas manuscritas, clásicos enmohecidos, juguetes rotos y talismanes. Clavé fotografías de Rimbaud, Bob Dylan, Lotte Lenya, Piaf, Genet y John Lennon encima de un precario escritorio donde colocaba las plumas, el tintero y los cuadernos: mi desorden monástico.
Éramos unos niños, Patti Smith.