¡Tres veces bendito sea el resultado que obtuve! Las en-
trañas me arden. La violencia del tósigo tuerce mis miem-
bros, me deforma, me aplasta.
Muero de sed, me asfixio, no puedo gritar.
Ahora percibimos bien el tono de su voz: no sólo es ronca y crapulosa, sino que por allí ha pasado la sublevación de todo su ser; el que habla es alguien trabajado hasta sus profundidades por un sufrimiento absolutamente único y solitario.
Sus gritos no tienen ninguna relación con la queja y la reivindicación. ¡Siempre la misma gente, eh!, exclama sin duda. Mas al mismo tiempo piensa sólo en alinearse a todos aquellos que podrían sentirse tentados de socorrerle. Los echa, los escarnece, se hace tan repulsivo como le es posible, para que la piedad de los otros no se extravíe en su dirección. Quiere estar solo:
Quizá tengas razón en caminar y leer mucho.
Razón, en todo caso, para no confinarte en oficinas y ca-
sas de familia. Los embrutecimientos deben ejecutarse lejos
de esos lugares.
Se establece deliberadamente fuera de toda consolación, de toda simpatía humana. Porque -y aquí tocamos al secreto de Rimbaud- el mal que sufre, no es una injusticia cuya reparación pueda anhelar; es un tormento personal, reservado, que le ha sido conferido como un misterioso privilegio.