¡Monstruo de pureza y perfección! Su espantable juventud, esa infancia prodigio, no son un accidente, un momento, un tránsito, en él, sino su misma alma. Ha sido construido para seguir siendo niño a través de la vida; un niño con su corazón intacto y maligno, con su inocencia y su tiranía. 
   Rimbaud vino entero, perfecto, es decir, hecho completamente, de todos los lados, de todas las fases; perfecto, no en el orden del bien, sino en el del ser. El ángel prevalece sobre el hombre por otra cosa que la pureza y la sabiduría: contiene una dosis más fuerte de realidad, una cantidad mayor de existencia. A este respecto, Rimbaud es un ángel. Un ángel furioso. No ha sido tocado, conserva intacta la semejanza de Dios, retiene todo el esfuerzo que Dios ha puesto en él. Algo de desbordante, más que de invisible, emana de todo su ser. Hay en su aparición ese no sé qué llameante y saturado, que descubre a las personas sobrenaturales. Es el mensajero terrible que desciende en el relámpago, de pie el ejecutor de una palabra terrible, el portoespada. 
   Si se consiente en reconocer bajo esos rasgos la imagen verdadera de Rimbaud, todo se torna claro en su actitud. Y en primer lugar su intolerancia, la imposibilidad de "estar en el mundo", de que sufre. Pues no está hecho para permanecer acá abajo; no está al nivel de nuestra vida; no está dispuesto para sus preguntas, no las comprende, y las que él formula no hallan respuesta en esta vida. No vayamos a representárnoslo como un incomprendido, a quien lastima la grosería del mundo y sueña con un paraíso donde sea respetada su delicadeza; por el contrario, Rimbaud no puede acostumbrarse a la genignidad de nuestras costumbres terrestres. No se empequeñece; no está por debajo de la vida; por el contrario, la desborda, no puede reducirse a sus límites, permanecer y acomodarse en ellos.